martes, 20 de enero de 2009

Tan guapa como siempre


-¡No corras!- Dijo ella con su voz aterciopelada. Frase a la que Pedro no hizo mucho caso. Seguía acelerando más y más. Estaba harto de la vida, de soñar sin siquiera poder dormir, del miedo que tenía a decirle a María que la quería, que era lo mejor que había en su vida, que no podía vivir sin ella. Estaba harto su absurda amistad y no hacía sino acelerar más y más. -¡Vé mas despacio por favor!- Seguía diciendo María con cara de asustada, pero las dos copas que se habían bebido hacía un rato, y el enfado de Pedro consigo mismo, no dejaban que éste hiciera caso de las súplicas de su amiga. Tan cerca y a la vez tan lejos, enfadado consigo mismo ponía en juego su vida, pues en el fondo no podía hacer otra cosa sino seguir acelerando cada vez más. Ciento cincuenta, ciento sesenta kilómetros por hora que sonaban insoportables en aquel coche destartalado, y muy en el fondo los gritos cada vez más fuertes de María. En aquél momento Pedro solo se quería morir, y el atisbo de valentía que le producían aquellas dos copas, no hacían sino empujarle a hacerlo. Ni siquiera se daba ya cuenta que María iba a su lado. Ya no distinguía si su voz era real o estaba dentro de su cabeza, como tantas otras noches. Y de repente todo se desvaneció. Se fue la imagen de sus ojos, como cuando María, sigilosa, se ponía detrás de él y le tapaba los ojos con sus suaves manos y él se sentía el hombre más feliz del mundo. Un minuto, una hora, en fin, nunca supo el tiempo que había pasado, hasta que despertó de su letargo. Primero empezó a oír, sirenas que iban y venían, voces nerviosas que explicaban a gritos la situación, llantos, iras. Después de unos angustiosos segundos se incorporó, y empezó a ver un montón de gente y luces borrosas, como en las fiestas locales. Pero no tardó en darse cuenta que aquello por lo que la gente gritaba no era la alegría típica de unas fiestas con montañas rusas y coches de choque. Se hallaba en una camilla, custodiado por un jóven enfermero, que le acosaba con preguntas del tipo: -¿Estás bien?, ¿Qué ha pasado?- Pero Pedro se quedaba inmóvil, con los ojos como platos, preparándose para asimilar la situación que le aguardaba. De pronto interrumpió a aquél inexperto enfermero con un rotundo: -¿María?- -¿Dónde está María?- Miraba al enfermero, pero éste no respondía. Entonces se levantó, sin siquiera darse cuenta que su pié derecho estaba mirando para atrás, y que aquella camisa blanca que esa noche se había puesto para agradar a María estaba totalmente inundada en sangre. Él solo se arrastraba y gritaba: -¡¿María?! ¡¿Dónde está María?!- Toda la gente se iba callando a su paso, hasta que vió su viejo opel kadett, al que tanto cariño tenía, hecho un amasijo de hierros y ardiendo. Tras unas décimas de segundo sin apenas poder pensar, siguió arrastrándose y preguntando por aquella chica a la que nunca se atrevió a declarar el amor que sentía por ella. La que le cortaba con frases sobre la amistad, cada vez que éste parecía atreverse a dar un pequeño paso. La que con una sonrisa era capaz de hacerle felíz, María. Entonces, una mano le frenó, y de la boca de aquel policía salió un: -¡No! Es mejor que no te acerques.- Pedro luchó y luchó, hasta que consiguió avanzar, sobreponiéndose a aquel hombre, sin siquiera atreverse a pensar lo que de sobra sabía que pasaba. Allí estaba María, tirada en el suelo, medio desnuda, y en medio de un enorme charco de sangre. Dos médicos la tapaban con una de esas mantas que por un lado son de color plata, mientras que por el otro son doradas. Pedro se arrodillo junto a ella y la abrazó como nunca se había atrevido a hacer, mientras que sus brazos quedaban colgantes, y su linda cabecita caía hacia atrás. Un rotundo: -¡Noooooo!- Salió de la boca de Pedro, acallando a todos los curiosos que allí se habían amontonado. Era la escena más triste que nadie pudo imaginar jamás. Un pobre chico enamorado había matado a su amada, a la que nunca se atrevió a declarar lo que sentía. Pedro lloraba y lloraba, abrazado al cuerpo sin vida, de aquel ángel, con el que tan solo había podido tener una amistad. Pasaban los minutos y la gente empezaba a acercarse, pero Pedro seguía abrazándola por última vez, pues no podía hacer otra cosa. Entonces, por si fuera poco, la madre de María se presentó allí, angustiada, con una mano tapando su boca, y dejando caer unas amargas primeras lágrimas. Al ver a Pedro abrazando a su hija, se quedó quieta durante unos segundos, se echó las manos a los ojos y comenzó a llorar de verdad, como era de esperar en una madre que acababa de saber que había perdido a su hija pequeña. Pedro ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí, hasta que ésta arremetió contra él, dejando salir así su ira, haciendo responsable a Pedro de lo que había sucedido, pero ya bastante responsable se sentía él. Agentes de policía y médicos la agarraban, hasta que ésta, poco a poco, fue perdiendo fuerzas, y dejó de pegar a Pedro para tan solo seguir llorando. Pedro estaba destrozado, no podía ni tenerse en pié, y para colmo, sus más que graves heridas empezaban a aflorar.
Aquella noche la pasó en el hospital, sedado sin apenas poder pensar, incluso creyendo ver a María por todas partes. El día siguiente se le hizo eterno. Horas y horas pasaban, y cada vez María estaba mas lejos ya de él, cada vez se daba más cuenta que ya nunca podría decirle cuánto la quería. No lo podía soportar. Tenía un gran nudo en el estómago, y los ojos totalmente rojos, pero aún así, no podía parar de llorar. Su madre, angustiada por verlo tan triste, le dio un calmante para que pudiese dormir. Otra vez volvió a soñar con María. –Vuelve- Le decía
-Es normal, a veces la mente nos juega malas pasadas.- Decía la psicóloga que le habían asignado. Pero Pedro parecía volverse loco por momentos, pues cada vez eran más nítidos sus sueños. Cada vez se encerraba más en ellos, para escapar de su triste realidad. Cada día tomaba más pastillas para poder dormir, y volver a ver así a la chica que tanto quería. María le decía que volviese con ella, que no la abandonara, que lo amaba. Pedro ya no podía distinguir la realidad de los sueños, y cada vez estaba más convencido de que era aquello que le pedía María.
Un día, mientras su madre estaba en la cocina, haciendo una tortilla de patata para la cena, Pedro se tomó un montón de somníferos y, susurrando: -espérame mi amor-, cayó rendido en su cama. Durante los tres días que estuvo en el hospital, María le decía que se aferrara a la vida, que no quería verle morir, que tenían mucho que vivir, juntos.
Cuando hubo despertado, entre los llantos de su madre, y las miradas de los médicos, se sintió angustiado, extrañado. Pues no sabía lo que debía hacer.
Ya en su casa y, vigilado por su madre, más sueños se sucedían. Cada vez éstos eran más claros. María le decía cosas que solo ellos dos sabían. Cosas que les unirían para siempre. Todo parecía tan irreal.
De repente, un día, en uno de esos sueños, María le dijo algo bastante extraño; que buscase en su coche. Que allí hallaría la respuesta. Entonces Pedro, al despertarse alterado, Y sin hacer ruido para que su madre no le oyera, se levantó y se dirigió al lugar del accidente, en su vieja bicicleta. Al llegar allí, Pedro no vio su opel kadett por ninguna parte, pero lo que si vio fue un Renault megane. Aquel megane rojo estaba destrozado. Tenía los cristales rotos, y el habitáculo parecía una de esas latas de refresco aplastadas por el pie de algún adolescente. Pedro se asomó dentro y, quedó anonadado, al ver que la chaqueta de piel que había heredado de su padre, y a la que tanto cariño guardaba, estaba allí tirada. ¿Qué pasaba? Pedro ya no sabía ni con que coche se había accidentado. Volvió a casa preocupado, y se metió en su cama de nuevo, sin ni siquiera cambiarse de ropa.
María le repetía una y otra vez que en el coche estaba la respuesta. Pero aquel ni siquiera era su coche, y no había más que su chaqueta de piel, rota y mojada por la lluvia que, poco a poco iba borrando el recuerdo de aquel trágico accidente.
Al día siguiente volvió para echar otro vistazo al coche pero, quedó extremamente sorprendido; pues éste se hallaba al otro lado de la carretera. Pedro, un poco aturdido por la situación, se dispuso a mirar de nuevo en su interior, pero no logró encontrar nada nuevo, y decidió volver a casa. Entonces, un hombre viejo que deambulaba por allí, con la lluvia cayendo sobre su pelo blanco, y resbalando por su camisa de franela, le dijo: -Terrible accidente. ¿Verdad chico?- A lo que Pedro respondió con un breve: -Hm- -Pobre chico, lo que debió de sufrir; ahí solo, inconsciente.- -¿Solo?- Dijo Pedro asombrado. –Claro. Se ve que acababa de dejar a su chica allí arriba, en aquel cruce- Entonces todo volvió a desvanecerse.
Pedro se despertó nuevamente en su casa sin saber si aquello había sido real, o tan solo un producto más de su locura, de su deseo por volver junto a María. Al ver que su madre ya se había levantado, éste le pidió que le llevase al cementerio, pues quería comprobar con sus propios ojos que el nombre de su amiga estaba allí, grabado en una absurda piedra de mármol. Al llegar allí, su madre prefirió no entrar; por lo que Pedro se dirigió en rotunda soledad al lugar donde se hallaba María. Al descubrir aquellas letras que describían el fatídico camino de aquella chica, a la que tanto quería. Pedro rompió de nuevo a llorar. Pero, cuál fue su sorpresa, que al secarse las lágrimas con los puños de su jersey de lana, aquellas mismas letras, habían desaparecido. Todo volvió a desvanecerse nuevamente. En su sueño, esta vez, se hallaba en una cama de hospital. Al abrir los ojos vio, un tanto desaliñada pero tan guapa como siempre, a María, que llevaba la misma ropa del día del accidente. Cada vez la veía con más claridad. Cada vez estaba más convencido de que no quería despertar de aquel sueño. Entonces María le abrazó como siempre había deseado que hiciera. Le decía que era lo que ella más quería en el mundo que no podía vivir sin él. Entonces le besó, entre lágrimas de alegría y la sensación de descubrir que todo había sido un sueño. Pues Pedro se había accidentado con su coche después de dejar a María, quedando así nueve días en coma, en los cuales María no se separó ni un solo instante de él, y nunca dejó de hablarle para que encontrara el camino de vuelta a casa.