sábado, 28 de febrero de 2009

El milagro de la vida


Un viernes, uno de tantos otros viernes, quedé con aquel simpático chico con el que salía, a mis dieciocho años. No era guapo, ni alto, ni fuerte. No era un caballero, más me hacía parecer una princesa. Empezamos a besarnos, copa en mano, como si nadie mas estuviera en aquel garito de mala muerte, como si la noche fuera nuestra y el cielo no fuera inalcanzable, sino un manto que nos cubría con la luz de las estrellas que, guiadas por la luna misma, nos hacían perder la razón, tanto que sin darnos cuenta, ya estábamos en aquella pradera, besándonos entre cantos de grillos y hierba mojada por el rocío.
Todo transcurría tan improvisado, tan intuitivo, tan bonito que mis nervios de primeriza se habían desvanecido al igual que nuestra ropa. De repente, aquel delgado chico que tan loca me volvía, se convirtió en todo un príncipe azul. Me besaba, me acariciaba y me hablaba como antes nadie lo había hecho jamás. Aquello era maravilloso, increíble. Nos amamos durante horas, alternando ratos de placer, con charlas desnudas a la luz de la luna. Aquello fue lo mejor que hice en mi vida, tanto que en todo el día siguiente no pude parar de sonreír. Aquel día me convertí en toda una mujer. Los días siguientes fueron fantásticos. Besos furtivos entre clase y clase. Manos cogidas por los pasillos del instituto, y el brillo de sus ojos cuando iba a buscarle a su trabajo como repartidor de pizzas. Hacíamos el amor una y otra vez, tanto que parecía que íbamos a desgastarnos. Hasta que un día todo se torció. Nuestra felicidad desapareció de repente, y aquel breve noviazgo había cambiado para siempre nuestras vidas.
¿Embarazada? Como iba a estar yo embarazada. Pensaba que eso nunca me pasaría, que solo les pasaba a las chicas de las grandes ciudades.
Cuando fui a decírselo a mi madre, confiada que por su condición de mujer me entendería, no recibí de ella más que una gran hostia, y acto seguido salí corriendo sin poder parar de llorar. Por el camino, mi padre se puso en medio,y me paró. Entonces me armé de valor y se lo conté, cerrando rápidamente los ojos, y apretando los dientes. Tas un par de segundos los abrí. No me lo podía creer. Aquel hombre tan tradicional y tan conservador que era mi padre, estaba allí abrazándome y diciéndome que todo se iba a solucionar, que íbamos a salir adelante como fuese, que cuando tuviese a mi hijo en mis brazos todo sería diferente. En aquel momento lo que mas deseaba en la vida era creerle, de veras que quería, pero no podía.
Los siguientes meses transcurrieron arduos para todos. Todos tratábamos de prepararnos para todo lo que se nos venía encima, la gran responsabilidad que suponía tener un hijo; hasta que, sin darnos cuenta, había llegado el gran día.
Allí estaba yo, espatarrada en una cama de hospital, y apretando tan fuerte la mano de Pedro, que parecía que se la iba a romper. Después de dos horas de insufrible dolor, entre sangre, gemidos y llantos, apareció. Entonces todas nuestras dudas se desvanecieron, todos nuestros temores se calmaron. Y en aquel momento supimos que todo iba a irnos bien, pues era lo más maravilloso que habíamos visto jamás. Nuestro hijo, nuestro chiquitín. El fruto de nuestro amor, que tan exageradamente compartimos en aquella tarde de viernes; era el milagro de la vida.