Aquel
dia me había levantado de un salto, con energía y poniéndole una
sonrisa al jodido día que me esperaba. Cogí mi coche y, como
siempre, me fuí a trabajar, dispuesto a demostrar mi gran
profesionalidad en aquella fábrica de quesos, aunque a nadie le
importara. Nueve horas, tal vez diez, hasta que realmente podía
comenzar mi día, a eso de las siete de la tarde. Entonces un par de
horas de gimnasio, llegar a casa y estudiar inglés, francés y chino
mandarín. Una corta conversación con mi compañera de piso sobre su
master en administración de empresas, el mejor momento del día. Me
gustaba, mucho, pero las circunstancias no eran las adecuadas. Yo no
era para ella. Al llegar a casa ya no tenía ganas de ser un macho
alfa, solo de hablar. Ya no tenía fuerzas para seducirla. ¿Era
feliz? Y qué si lo era, a nadie le importaba. Había pasado años
sufriendo para llegar a ese punto, años tan absurdos que no merece
la pena ni relatar, pero alli estaba yo, con treinta años y
compartiendo piso, dando las gracias por tener un trabajo de mierda,
mal pagado y que ni siquiera me gustaba, y poniendo una sonrisa a mis
días. Aunque a veces también los tenía malos. ¿Por qué todo me
cuesta tanto? Me decía yo. Tenía pequeños logros, es cierto, pero
para conseguirlos tenia que ir arrancando pequeños trozos de mi.
Salía y me emborrachaba para olvidar la mierda de vida que tenía, y
que en el fondo lo sabía. Llegaba a casa ciego, con la americana
mojada de posarla en cualquier lado, y con la camiseta blanca sudada,
que ya no se ceñía a mi cuerpo fibrado que tanto trabajo me
costaba. ¿Dónde había dejado la ilusión de pensar que aquella
noche me iba a comer el mundo? Llegaba a casa triste y decepcionado
por no haber echado un triste polvo que me alegrara un poco la
semana. Domingo de colada, capítulo de alguna serie vomitada por el
laptop de algún neoyorquino y vuelta a empezar. -Tienes que ponerle
una sonrisa a la vida, aunque las cosas te salgan mal- Decía mi
compañera de piso, la del master, la que se dedicaba a aprovecharse
de los tíos que solo querían follarsela mientras se pulía cientos
de euros de sus padres. No te jode. Una sonrisa decía. Y una mierda!
Llevaba treinta jodidos años poniendole una sonrisa a la vida, y
cada vez me iba peor. “El secreto” y otras bazofias del estilo me
comían la cabeza. No era lo suficientemente bueno para el éxito.
Hablaba varios idiomas, estaba cuadrado, pelo perfectamente peinado y
barba perfectamente recortada. Una bonita sonrisa que aún estaba
pagando a plazos. Tenía un sueño, y me desvivía por cumplirlo. Me
llevaba desviviendo un cuarto de siglo. Tenía personalidad. Rasgos
de carácter. Tenía buenas habilidades sociales. Todos se partían
conmigo. Pero estaba solo. Solo en aquel agujero infernal en el que
se había convertido mi vida. Mi exnovia, casada, con un niño. Mi
madre, enferma y a cientos de kilómetros. Mis amigos, cada uno en
una punta del mundo. Currículums, cartas de recomendación y cuatro
jodidos idiomas, pero nada, nadie me llamaba, nadie me daba la jodida
oportunidad que necesitaba para salir de este agujero infernal que me
españa jodiendo la vida. Cerraba los ojos, y hacía oídos sordos a
la televisión, pero aún así tenía que enterarme de las
triquiñuelas de políticos corruptos por boca de algún compañero
de trabajo, y yo con mi sonrisa. No podía parar de sonreír, sino
todo habría acabado. Un coach, un psicólogo, quizás álguien
pudiese ayudarme, pero todo había que pagarlo, hasta la salud. Otra
semána más. Otro sábado en la terraza de la discoteca, con mi
mejor sonrisa, bailando, con las mismas ganas de echar un polvo.
Otra vuelta a casa, otra vez con la americana llena de mierda y la
camiseta de todo menos blanca. Una pandilla de gentuza con ganas de
divertirse, una cadena y varios puños americanos. Sabía defensa
personal, había practicado full contact, y pesaba noventa kilos de
puro músculo. Un jodido experto en artes marciales, y ni siquiera me
defendí. La cara en la acera, la ceja abierta y un ojo por el que no
volvería a ver en la vida. Acariciado por cadenas, bates y botas
martens. Sabía que había llegado el momento. Posición fetal,
encogido y con los ojos cerrados. Dejaría este mundo de la misma
manera que había llegado a el: Sucio, lleno de sangre y llorando. Un
bate hacie la sien. Un golpe certero. Todos los músculos de mi
cuerpo se destensaron, todo acabó. Yacía tumbado boca arriba en
aquella céntrica calle vacía a las cinco de la mañana, lloviendo a
mares, con las piernas separadas, los brazos en cruz, la americana
sucia y mi camiseta de todo menos blanca, pero con la mejor sonrisa
de mi vida.