He de admitir que aquella noche me dejaste anonadado. Creía que, pensaba que, más no llegué a saber como eras hasta esa noche. Estabas preciosa, allí, a menos de cinco centímetros de mi boca, con tu pelo aireado por la suave brisa primaveral que soplaba en aquel descampado, con tus ojos verdes amarronados brillando como dos más de las estrellas que nos cubrían. Aquella mirada, aquella carita de niña buena lo decía todo de ti. Nunca me habían gustado tanto los Deftones.
Aquella noche no pasó nada y lo pasó todo. Fue una de las noches más agradables que he tenido en mi vida. Tú recostaste tu cabecita sobre mis rodillas, y nos pasamos horas, días, años, vidas mirándonos como bobos. Nuestros besos eran eternos. Los roces de nariz parecían darnos todo cuanto necesitábamos para vivir. Tu aliento en mi oreja me hacía flipar mil millones de veces más que el mejor de los sexos. El sabor de tus labios era indescriptible. El tacto aterciopelado de la piel de tu cuello, dios, era como estar tocando el mismísimo cielo.
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