domingo, 14 de septiembre de 2014

El último día de mi vida



Aquel dia me había levantado de un salto, con energía y poniéndole una sonrisa al jodido día que me esperaba. Cogí mi coche y, como siempre, me fuí a trabajar, dispuesto a demostrar mi gran profesionalidad en aquella fábrica de quesos, aunque a nadie le importara. Nueve horas, tal vez diez, hasta que realmente podía comenzar mi día, a eso de las siete de la tarde. Entonces un par de horas de gimnasio, llegar a casa y estudiar inglés, francés y chino mandarín. Una corta conversación con mi compañera de piso sobre su master en administración de empresas, el mejor momento del día. Me gustaba, mucho, pero las circunstancias no eran las adecuadas. Yo no era para ella. Al llegar a casa ya no tenía ganas de ser un macho alfa, solo de hablar. Ya no tenía fuerzas para seducirla. ¿Era feliz? Y qué si lo era, a nadie le importaba. Había pasado años sufriendo para llegar a ese punto, años tan absurdos que no merece la pena ni relatar, pero alli estaba yo, con treinta años y compartiendo piso, dando las gracias por tener un trabajo de mierda, mal pagado y que ni siquiera me gustaba, y poniendo una sonrisa a mis días. Aunque a veces también los tenía malos. ¿Por qué todo me cuesta tanto? Me decía yo. Tenía pequeños logros, es cierto, pero para conseguirlos tenia que ir arrancando pequeños trozos de mi. Salía y me emborrachaba para olvidar la mierda de vida que tenía, y que en el fondo lo sabía. Llegaba a casa ciego, con la americana mojada de posarla en cualquier lado, y con la camiseta blanca sudada, que ya no se ceñía a mi cuerpo fibrado que tanto trabajo me costaba. ¿Dónde había dejado la ilusión de pensar que aquella noche me iba a comer el mundo? Llegaba a casa triste y decepcionado por no haber echado un triste polvo que me alegrara un poco la semana. Domingo de colada, capítulo de alguna serie vomitada por el laptop de algún neoyorquino y vuelta a empezar. -Tienes que ponerle una sonrisa a la vida, aunque las cosas te salgan mal- Decía mi compañera de piso, la del master, la que se dedicaba a aprovecharse de los tíos que solo querían follarsela mientras se pulía cientos de euros de sus padres. No te jode. Una sonrisa decía. Y una mierda! Llevaba treinta jodidos años poniendole una sonrisa a la vida, y cada vez me iba peor. “El secreto” y otras bazofias del estilo me comían la cabeza. No era lo suficientemente bueno para el éxito. Hablaba varios idiomas, estaba cuadrado, pelo perfectamente peinado y barba perfectamente recortada. Una bonita sonrisa que aún estaba pagando a plazos. Tenía un sueño, y me desvivía por cumplirlo. Me llevaba desviviendo un cuarto de siglo. Tenía personalidad. Rasgos de carácter. Tenía buenas habilidades sociales. Todos se partían conmigo. Pero estaba solo. Solo en aquel agujero infernal en el que se había convertido mi vida. Mi exnovia, casada, con un niño. Mi madre, enferma y a cientos de kilómetros. Mis amigos, cada uno en una punta del mundo. Currículums, cartas de recomendación y cuatro jodidos idiomas, pero nada, nadie me llamaba, nadie me daba la jodida oportunidad que necesitaba para salir de este agujero infernal que me españa jodiendo la vida. Cerraba los ojos, y hacía oídos sordos a la televisión, pero aún así tenía que enterarme de las triquiñuelas de políticos corruptos por boca de algún compañero de trabajo, y yo con mi sonrisa. No podía parar de sonreír, sino todo habría acabado. Un coach, un psicólogo, quizás álguien pudiese ayudarme, pero todo había que pagarlo, hasta la salud. Otra semána más. Otro sábado en la terraza de la discoteca, con mi mejor sonrisa, bailando, con las mismas ganas de echar un polvo. Otra vuelta a casa, otra vez con la americana llena de mierda y la camiseta de todo menos blanca. Una pandilla de gentuza con ganas de divertirse, una cadena y varios puños americanos. Sabía defensa personal, había practicado full contact, y pesaba noventa kilos de puro músculo. Un jodido experto en artes marciales, y ni siquiera me defendí. La cara en la acera, la ceja abierta y un ojo por el que no volvería a ver en la vida. Acariciado por cadenas, bates y botas martens. Sabía que había llegado el momento. Posición fetal, encogido y con los ojos cerrados. Dejaría este mundo de la misma manera que había llegado a el: Sucio, lleno de sangre y llorando. Un bate hacie la sien. Un golpe certero. Todos los músculos de mi cuerpo se destensaron, todo acabó. Yacía tumbado boca arriba en aquella céntrica calle vacía a las cinco de la mañana, lloviendo a mares, con las piernas separadas, los brazos en cruz, la americana sucia y mi camiseta de todo menos blanca, pero con la mejor sonrisa de mi vida.

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